De la pérdida de la infancia.
Hablemos de un niño. Un niño que vendió su infancia en aras de algo, para él más importante. Prematuro, vio surgir desde su interior una fuerza desconocida. Años después, se enteró que se llamaba amor.
El amor era tibio para él, con el poder de volverse fuego en sus manos, en su pecho, en sus labios, tiempo después y con mayor poder aún, en su entrepierna. Jamás se cansó de él, y digamos, un niño que, antes de lo común se entrega a fuerzas más poderosas que las que podían gobernar su cuerpo y su mente de niño, al fin, está casi seguramente, destinado a sufrir. Se entregó al amor y a quienes amó, fervientemente. Nada dejó al azar, se preocupó de cada detalle. Se aisló si era necesario, sonrió cuando era necesario, no se quejó en absoluto y lloró más de lo necesario.
Fue abandonado. Y como nadie sabe qué hace un niño abandonado, pues este no cree ya ser un niño, se sintió aún más abandonado a su escasa suerte y a la deriva, que al parecer, sí sabía que era un niño y gustaba de jugar con él.
Entonces trató de volver, de despreocuparse, de ser feliz con sencillas cosas, motivos pueriles también, pero él no lo sabía, seguía siendo todo demasiado importante.
El problema para este niño, es que la infancia no espera y no atienda al libre albedrío.
Quedó mirando sus juguetes rotos. Traicionado por sus lágrimas, que, de forma anticipada, fueron vertidos en pos de un amor tan grande, que su pequeño cuerpo jamás fue capaz de contener.